miércoles, 29 de abril de 2015
Fragmento del MIO CID.
El Cid besa al rey la mano y luego se levantó:
"Mucho que os agradezco, como a mi rey y señor,
que por amor hacia mí a cortes llamarais vos.
He aquí lo que pido a los infantes de Carrión:
porque a mis hijas dejaron no siento yo deshonor,
el rey verá lo que hace, que es el rey quien las casó;
pero al llevárselas ellos de Valencia la mayor,
como quería a mis yernos con alma y con corazón
les di Colada y Tizona, mis espadas, esas dos
espadas que yo gané como las gana un varón,
porque con ellas se honrasen y os sirviesen a vos.
A mis hijas las dejaron en el robledal; si no
querían
ya de lo mío y si perdieron mi amor,
que me vuelvan las espadas, que yernos míos no son.
Dicen entonces los jueces: "Está muy puesto en razón".
Dijo el conde don García: "Démosle contestación".
A hablar fueron en secreto los infantes de Carrión
con sus parientes y el bando que allí les acompañó.
A toda prisa lo tratan, deciden ya una razón:
"Por sus hijas no nos pide cuentas el Campeador,
lo tenemos que tomar esto como gran favor.
Si ahí acaba su demanda podemos darle las dos espadas;
cuando las tenga se irá
de la corte y no
tendrá
ya ningún derecho ese Cid Campeador".
Esto dicho, todo el bando a la corte se volvió:
"Merced, merced, rey Alfonso, vos que sois nuestro señor,
no lo podemos negar, sus dos espadas nos dio;
ya que tanto las desea y pide el Campeador
devolvérselas queremos estando delante vos".
Allí Colada y Tizona sacaron los de Carrión,
las dos espadas entregan en manos de su señor,
al desenvainarlas todo en la corte relumbró,
los pomos y gavilanes de oro purísimo son.
A todos los hombres buenos maravilla les causó.
El rey llama a Mío Cid y ambas espadas le dio,
las toma el Campeador y la mano al rey besó,
luego se vuelve al escaño de donde se levantó.
En las manos las tenía, mirándolas se quedo,
bien las conoce, no pueden cambiarlas por otras, no.
Todo el cuerpo se le alegra, sonríe de corazón.
Entonces alza la mano, la barba se acarició:
"Yo juro por estas barbas, éstas que nadie mesó,
que os iremos vengando, doña Elvira y doña Sol"...
Entonces se puso en pie Mío Cid Campeador.
"Gracias al Señor del cielo y gracias a vos, señor,
en esto de las espadas ya estoy satisfecho yo
,
pero otra queja me queda contra infantes de Carrión.
Cuando a mis hijas sacaron de Valencia la mayor,
en oro y plata entregué tres mil marcos a los dos;
esa acción me la pagaron ellos con su mala acción,
devuélvanme mis dineros, que ya mis yernos no son".
¡Dios, y como se quejaron los infantes de Carrión!
Dijo el conde don Ramón: "Contestad que sí o que no".
Entonces así responden los infantes de Carrión:
"Ya le dimos sus espadas a Mío Cid Campeador,
para que más no pidiese; su demanda ya acabó".
Ahora oiréis lo que contesta ese conde don Ramón:
"Fallamos, si así le place a nuestro rey y señor,
que a la demanda del Cid debéis dar satisfacción".
Dijo entonces don Alfonso: "Así lo confirmo yo".
Allí vuelve a levantarse Mío Cid Campeador:
"De todo el dinero aquel que os he entregado yo,
decid si lo devolvéis o dadme de ello razón".
A hablar aparte se fueron los infantes de Carrión,
pero no encuentran escape, que muchos dineros son,
y se los gastaron todos los infantes de Carrión.
Ya se vuelven a la corte y dicen está razón:
"Mucho nos está apremiado el que Valencia ganó;
ya que tiene tanto empeño del dinero que nos dio
le pagaremos en tierras del condado de Carrión".
Dicen entonces los jueces, al oír esta confesión:
"Si así lo quisiere el Cid, no le diremos no,
pero en nuestro parecer tenemos por muy mejor
que aquí mismo su dinero volváis al Campeador".
Al oír estas palabras el rey don Alfonso habló:
"Muy bien sabemos nosotros lo que toca a esta razón
y cosa justa demanda Mío Cid Campeador.
POR FAVOR LÉANLO ANTES DE LA CLASE
viernes, 24 de abril de 2015
taller de artística
I. Realiza la siguiente sopa de letras: debes localizar las diez palabras relacionadas al arte en la prehistoria ( 0.5 cada una = 5 pts)
Que son las pinturas rupestres?
Mencione los monumentos megalíticos
Menciones los Monumentos microliticos
Que son las venus?
Cuales eran las técnicas para trabajar el metal?
III. Identifique cada imagen con su respectiva denominación ( 5 puntos)
lunes, 13 de abril de 2015
Los Hijos de Peribo ( La sangre de la Luna )
Después del diluvio, había una sola casa en esta tierra y allí vivían los yanomamis. Uno de ellos era Peribo, quien tenía como esposa a una muchachita de nombre Xidikariyoma. Ésta, como no quería a su esposo, trataba continuamente de huir y ocultarse. Pero, bien pronto Peribo la encontraba, la arrastraba por el suelo y le pisaba la cabeza.
El padre de la niña se llamaba Suninima. Un día Peribo salió lejos de cacería y la niña aprovechó la oportunidad para escapar. Al regresar el marido, como no la vio, se inquietó y fue a buscarla en la selva. Al hallarla, como ya en otras ocasiones, la tiró al suelo, pero esta vez con tanta violencia que la mató.
Entonces, con un gancho le extrajo los intestinos, los envolvió en unas hojas y se los llevó a la casa. Allá los cocinó en una olla y se tomó el grasoso caldo. Harto de caldo y lleno de rabia1 por lo sucedido, se echó a dormir bajo el sol implacable. El sol le calentó tanto la cabeza, que ésta comenzó a crecer, hinchándose pavorosamente.
Cuando ya atardecía, Peribo se despertó, sobresaltado, y comenzó a dar vueltas sobre sí mismo, como si fuera un remolino, y luego comenzó a subir, subir y subir por los aires... El hermanito de la pobre Xidikariyoma vio a Peribo que estaba subiendo al cielo y dio la alarma. Acudieron enseguida los indios, blandiendo arcos y flechas; apuntaron y dispararon con sus dardos, pero nadie podía alcanzarlo porque volaba ya muy alto.
Finalmente, llegó, Suninima, cogió una flecha con punta de bambú, apuntó bien y disparó con fuerza. La flecha alcanzó a Peribo y lo hirió en la cadera. Desde la herida comenzó a manar sangre. Cada gota de sangre que caía sobre la tierra era un nuevo yanomami que nacía.
Los yanomamis antiguos, aterrados por este hecho y viendo que los nuevos hijos de Peribo se multiplicaban, huyeron a la selva y allí se transformaron en animales: monos, cachicamos, dantas, báquiros, cunaguaros y muchos otros. Es por eso que ahora los animales tienen miedo y huyen cuando ven a los hijos de Peribo que los quieren cazar.
Peribo, completamente desangrado, permaneció allá arriba, resplandeciendo durante la noche con su pálida cabezota. Así Peribo quedó transformado en luna.
Y las estrellas que brillan en el cielo, ¿qué son? Son los ojos de Xidikariyoma y de las demás primeras mujeres yanomamis.
La obra de Peribo no estaba concluida. En la tierra, de las gotas de sangre de Peribo habían nacido solamente hombres; mujeres no había, puesto que ellas también habían huido a la selva y se habían transformado en animales. Las cosas no podían seguir y ni siquiera... comenzar así.
Vivía entonces un yanomami de muy buenas costumbres, cuyo nombre era Xapokoromi. Irritado éste por la mala conducta de sus hermanos, los abandonó y se fue a vivir lejos, en una casa que se fabricó en la copa de un árbol.
Con todo, aun allí llegó Awamón un día para visitarlo y tentarlo. Xapokoromi, sumamente enojado, se hizo un corte en la pantorrilla de una pierna. La pantorrilla de inmediato se hinchó enormemente y de la herida saltó afuera la primera mujer, que, por ser hija suya, se llamó Xapokoriyoma. Después de ésta, nacieron otras dos mujeres.
Fragmento canto XXIV La ILIADA (T.T)
CONTINUACIÓN LA MUERTE DE HECTOR
Contestóle
el mensajero Argicida:
¡Oh
anciano! Ni los perros ni las aves lo han devorado, y todavía yace junto a la
nave de Aquiles, dentro de la tienda. Doce días lleva de estar tendido, y ni el
cuerpo se pudre, ni lo comen los gusanos que devoran a los hombres muertos en
la guerra. Cuando apunta la divinal aurora, Aquiles lo arrastra sin piedad
alrededor del túmulo de su compañero querido; pero ni aun así lo desfigura, y
tú mismo, si a él te acercaras, lo admirarías de ver cuán fresco está: la
sangre le ha sido lavada, no presenta mancha alguna, y cuantas heridas recibió,
pues fueron muchos los que le envasaron el bronce, todas se han cerrado. De tal
modo los bienaventurados dioses cuidan de tu buen hijo, aun después de muerto,
porque era muy caro a su corazón.
Así
habló. Alegróse el anciano, y respondió diciendo:
¡Oh
hijo! Bueno es ofrecer a los inmortales los debidos dones. jamás mi hijo, si no
ha sido un sueño que haya existido, olvidó en el palacio a los dioses que moran
en el Olimpo, y por esto se acordaron de él en el fatal trance de la muerte.
Mas, ea, recibe de mis manos esta linda copa, para que la guardes, y guíame con
el favor de los dioses hasta que llegue a la tienda del Pelida.
Díjole
a su vez el mensajero Argicida:
Quieres
tentarme, anciano, porque soy más joven; pero no me persuadirás con tus ruegos
a que acepte el regalo sin saberlo Aquiles. Le temo y me da mucho miedo
defraudarle: no fuera que después se me siguiese algún daño. Pero te
acompañaría cuidadosamente en una velera nave o a pie, aunque fuera hasta la
famosa Argos, y nadie osaría acometerte, despreciando al guía.
Dijo;
y, subiendo el benéfico Hermes al carro, recogió al instante el látigo y las
riendas a infundió gran vigor a los corceles y mulas. Cuando llegaron al foso y
a las torres que protegían las naves, los centinelas comenzaban a preparar la
cena, y el mensajero Argicida los adormeció a todos; en seguida abrió la
puerta, descorriendo los cerrojos, a introdujo a Príamo y el carro que llevaba
los espléndidos regalos. Llegaron, por fin, a la elevada tienda que los
mirmidones habían construido para el rey con troncos de abeto, cubriéndola con
un techo inclinado de frondosas cañas que cortaron en la pradera; rodeábala una
gran cerca de muchas estacas y tenía la puerta asegurada por una barra de abeto
que quitaban o ponían tres aqueos juntos, y sólo Aquiles la descorna sin ayuda.
Entonces el benéfico Hermes abrió la puerta a introdujo al anciano y los
presentes para el Pelida, el de los pies ligeros. Y apeándose del carro, dijo a
Príamo:
¡Oh
anciano! Yo soy un dios inmortal, soy Hermes; y mi padre me envió para que
fuese tu guía. Me vuelvo antes de llegar a la presencia de Aquiles, pues sería
indecoroso que un dios inmortal se tomara públicamente tanto interés por los
mortales. Entra tú, abraza las rodillas del Pelida y suplícale por su padre,
por su madre de hermosa cabellera y por su hijo, para que conmuevas su corazón.
Cuando
esto hubo dicho, Hermes se encaminó al vasto Olimpo. Príamo saltó del carro a
tierra, dejó a Ideo con el fin de que cuidase de los caballos y mulas, y fue
derecho a la tienda en que moraba Aquiles, caro a Zeus. Hallóle dentro y sus
amigos estaban sentados aparte; sólo dos de ellos, el héroe Automedonte y
Álcimo, vástago de Ares, le servían, pues acababa de cenar; y, si bien ya no
comía ni bebía, aun la mesa continuaba puesta. El gran Príamo entró sin ser
visto, acercóse a Aquiles, abrazóle las rodillas y besó aquellas manos
terribles, homicidas, que habían dado muerte a tantos hijos suyos. Como quedan
atónitos los que, hallándose en la casa de un rico, ven llegar a un hombre que,
poseído de la cruel Ofuscación, mató en su patria a otro varón y ha emigrado a
país extraño, de igual manera asombróse Aquiles de ver al deiforme Príamo; y los
demás se sorprendieron también y se miraron unos a otros. Y Príamo suplicó a
Aquiles, dirigiéndole estas palabras:
Acuérdate
de tu padre, Aquiles, semejante a los dioses, que tiene la misma edad que yo y
ha llegado al funesto umbral de la vejez. Quizá los vecinos circunstantes le
oprimen y no hay quien te salve del infortunio y de la ruina; pero al menos
aquél, sabiendo que tú vives, se alegra en su corazón y espera de día en día
que ha de ver a su hijo, llegado de Troya. Mas yo, desdichadísimo, después que
engendré hijos excelentes en la espaciosa Troya, puedo decir que de ellos
ninguno me queda. Cincuenta tenía cuando vinieron los aqueos: diez y nueve
procedían de un solo vientre; a los restantes diferentes mujeres los dieron a
luz en el palacio. A los más el furibundo Ares les quebró las rodillas; y el
que era único para mí, pues defendía la ciudad y sus habitantes, a ése tú lo
mataste poco ha, mientras combatía por la patria, a Héctor, por quien vengo
ahora a las naves de los aqueos, a fin de redimirlo de ti, y traigo un inmenso
rescate. Pero, respeta a los dioses, Aquiles, y apiádate de mí, acordándote de
tu padre; que yo soy todavía más digno de piedad, puesto que me atreví a lo que
ningún otro mortal de la tierra: a llevar a mi boca la mano del hombre matador
de mis hijos.
Así
habló. A Aquiles le vino deseo de llorar por su padre; y, asiendo de la mano a
Príamo, apartóle suavemente. Entregados uno y otro a los recuerdos, Príamo,
caído a los pies de Aquiles, lloraba copiosamente por Héctor, matador de hombres;
y Aquiles lloraba unas veces a su padre y otras a Patroclo; y el gemir de
entrambos se alzaba en la tienda. Mas así que el divino Aquiles se hartó de
llanto y el deseo de sollozar cesó en su alma y en sus miembros, alzóse de la
silla, tomó por la mano al viejo para que se levantara, y, mirando compasivo su
blanca cabeza y su blanca barba, díjole estas aladas palabras:
¡Ah,
infeliz! Muchos son los infortunios que tu ánimo ha soportado. ¿Cómo osaste
venir solo a las naves de los aqueos, a los ojos del hombre que te mató tantos
y tan valientes hijos? De hierro tienes el corazón. Mas, ea, toma asiento en
esta silla; y, aunque los dos estamos afligidos, dejemos reposar en el alma las
penas, pues el triste llanto para nada aprovecha. Los dioses destinaron a los
míseros mortales a vivir en la tristeza, y sólo ellos están descuitados. En los
umbrales del palacio de Zeus hay dos toneles de dones que el dios reparte: en
el uno están los males y en el otro los bienes. Aquél a quien Zeus, que se
complace en lanzar rayos, se los da mezclados, unas veces topa con la desdicha
y otras con la buena ventura; pero el que tan sólo recibe penas vive con
afrenta, una gran hambre le persigue sobre la divina tierra y va de un lado
para otro sin ser honrado ni por los dioses ni por los hombres. Así las
deidades hicieron a Peleo claros dones desde su nacimiento: aventajaba a los
demás hombres en felicidad y riqueza, reinaba sobre los mirmidones, y, siendo
mortal, le dieron por mujer una diosa. Pero también la divinidad le impuso un
mal: que no tuviese hijos que reinaran luego en el palacio. Tan sólo engendró
uno, a mí, cuya vida ha de ser breve; y no le cuido en su vejez, porque
permanezco en Troya, muy lejos de la patria, para contristarte a ti y a tus
hijos. Y dicen que también tú, oh anciano, fuiste dichoso en otro tiempo; y que
en el espacio que comprende Lesbos, donde reinó Mácar, y más arriba la Frigia
hasta el Helesponto inmenso, descollabas entre todos por tu riqueza y por to
prole. Mas, desde que los dioses celestiales te trajeron esta plaga, sucédense
alrededor de la ciudad las batallas y las matanzas de hombres. Súfrelo
resignado y no dejes que de tu corazón se apodere incesante pesar, pues nada
conseguirás afligiéndote por tu hijo, ni lograrás que se levante, antes tendrás
que padecer un nuevo mal.
Respondió
en seguida el anciano Príamo, semejante a un dios:
No me
hagas sentar en esta silla, alumno de Zeus, mientras Héctor yace insepulto en
la tienda. Entrégamelo cuanto antes para que lo contemple con mis ojos, y tú
recibe el cuantioso rescate que te traemos. Ojalá puedas disfrutar de él y
volver al patrio suelo, ya que ahora me has dejado vivir y ver la luz del sol.
Mirándole
con torva faz, le dijo Aquiles, el de los pies ligeros:
¡No me
irrites más, oh anciano! Tengo acordado entregarte a Héctor, pues para ello
Zeus me envió como mensajera la madre que me dio a luz, la hija del anciano del
mar. Comprendo también, oh Príamo, y no se me oculta, que un dios te trajo a
las veleras naves de los aqueos; porque ningún mortal, aunque estuviese en la
flor de la juventud, se atrevería a venir al ejército, ni entraría sin ser
visto por los centinelas, ni desatrancana con facilidad nuestras puertas.
Absténte, pues, de exacerbar los dolores de mi corazón; no sea que a ti, oh
anciano, no te respete en mi tienda, aunque siendo mi suplicante, y viole las
órdenes de Zeus.
Así
dijo. El anciano sintió temor y obedeció el mandato. El Pelida, saltando como
un león, salió de la tienda, y no se fue solo, pues le siguieron dos de sus
servidores: el héroe Automedonte y Álcimo, que eran los compañeros a quienes
más apreciaba desde que había muerto Patroclo. En seguida desengancharon
caballos y mulas, introdujeron el heraldo, vocero del anciano, haciéndole
sentar en una silla, y quitaron del lustroso carro los inmensos rescates de la
cabeza de Héctor. Tan sólo dejaron dos mantos y una túnica bien tejida, para
envolver el cadáver antes que lo entregara para que lo llevasen a casa. Aquiles
llamó entonces a las esclavas y les mandó que lo lavaran y ungieran,
trasladándolo a otra parte para que Príamo no viese a su hijo; no fuera que,
afligiéndose al verlo, no pudiese reprimir la cólera en su pecho a irritase el
corazón de Aquiles, y éste lo matara, quebrantando las órdenes de Zeus. Lavado
ya y ungido con aceite, las esclavas lo cubrieron con la túnica y el hermoso
palio, después el mismo Aquiles lo levantó y colocó en un lecho, y por fin los
compañeros lo subieron al lustroso carro. Y el héroe suspiró y dijo, nombrando
a su amigo:
No te
enojes conmigo, oh Patroclo, si en el Hades te enteras de que he entregado el
divino Héctor a su padre; pues me ha traído un rescate digno, y de él te
dedicaré la debida parte.
Habló
así el divino Aquiles y volvió a la tienda. Sentóse en la silla, labrada con
mucho arte, de que antes se había levantado y que se hallaba adosada al muro, y
en seguida dirigió a Príamo estas palabras:
Tu
hijo, oh anciano, rescatado está, como pedías: yace en un lecho, y al despuntar
la aurora podrás verlo y llevártelo. Ahora pensemos en cenar, pues hasta Níobe,
la de hermosas trenzas, se acordó de tomar alimento cuando en el palacio
murieron sus dos vástagos: seis hijas y seis hijos florecientes. A éstos Apolo,
airado contra Níobe, los mató disparando el arco de plata; a aquéllas dioles
muerte Ártemis, que se complace en tirar flechas; porque la madre osaba
compararse con Leto, la de hermosas mejillas, y decía que ésta sólo había dado
a luz dos hijos, y ella había tenido muchos; y los de la diosa, no siendo más
que dos, acabaron con todos los de Níobe. Nueve días permanecieron tendidos en
su sangre, y no hubo quien los enterrara porque el Cronión a la gente la había
vuelto de piedra; pero, al llegar el décimo, los dioses celestiales los
sepultaron. Y Níobe, cuando se hubo cansado de llorar, pensó en el alimento.
Hállase actualmente en las rocas de los montes yermos de Sípilo, donde, según
dice, están las grutas de las ninfas que bailan junto al Aqueloo, y aunque
convertida en piedra, devora aún los dolores que las deidades le causaron. Mas,
ea, divino anciano, cuidemos también nosotros de comer, y más tarde, cuando
hayas transportado el hijo a Ilio, podrás hacer llanto sobre el mismo, y será
por ti muy llorado.
En
diciendo esto, el veloz Aquiles levantóse y degolló una blanca oveja; sus
compañeros la desollaron y prepararon bien como era debido; la descuartizaron
con arte, y, cogiendo con pinchos los pedazos, los asaron cuidadosamente y los
retiraron del fuego. Automedonte repartió pan en hermosas cestas, y Aquiles
distribuyó la carne. Ellos alargaron la diestra a los manjares que tenían
delante; y, cuando hubieron satisfecho el deseo de comer y de beber, Príamo
Dardánida admiró la estatura y el aspecto de Aquiles, pues el héroe parecía un
dios; y, a su vez, Aquiles admiró a Príamo Dardánida, contemplando su noble
rostro y escuchando sus palabras. Y, cuando se hubieron deleitado, mirándose el
uno al otro, el anciano Príamo, semejante a un dios, dijo el primero:
Mándame
ahora, sin tardanza, a la cama, oh alumno de Zeus, para que, acostándonos,
gocemos del dulce sueño. Mis ojos no se han cerrado desde que mi hijo murió a
tus manos, pues continuamente gimo y devoro innumerables congojas, revolcándome
por el estiércol en el recinto del patio. Ahora he probado la comida y rociado
con el negro vino la garganta, pues desde entonces nada había probado.
Dijo.
Aquiles mandó a sus compañeros y a las esclavas que pusieran camas debajo del
pórtico, las proveyesen de hermosos cobertores de púrpura, extendiesen sobre
ellos tapetes y dejasen encima afelpadas túnicas para abrigarse. Las esclavas
salieron de la tienda llevando antorchas en sus manos, y aderezaron
diligentemente dos lechos. Y Aquiles, el de los pies ligeros, chanceándose,
dijo a Príamo:
Acuéstate
fuera de la tienda, anciano querido; no sea que alguno de los caudillos aqueos
venga, como suelen, a consultarme sobre sus proyectos; si alguno de ellos lo
viera durante la veloz y obscura noche, podría decirlo en seguida a Agamenón,
pastor de pueblos, y quizás se diferiera la entrega del cadáver. Mas, ea, habla
y dime con sinceridad durante cuántos días quieres hacer honras al divino
Héctor, para, mientras tanto, permanecer yo mismo quieto y contener el ejército.
Respondióle
en seguida el anciano Príamo, semejante a un dios:
Si
quieres que yo pueda celebrar los funerales del divino Héctor, haciendo lo que
voy a decirte, oh Aquiles, me dejarías complacido. Ya sabes que vivimos
encerrados en la ciudad; y la leña hay que traerla de lejos, del monte, y los
troyanos tienen mucho miedo. Durante nueve días lo lloraremos en el palacio, el
décimo lo sepultaremos y el pueblo celebrará el banquete fúnebre, el undécimo
le erigiremos un túmulo y el duodécimo volveremos a pelear, si necesario fuere.
Contestóle
el divino Aquiles, el de los pies ligeros:
Se hará
como dispones, anciano Príamo, y suspenderé la guerra tanto tiempo como me
pides.
Así,
pues, diciendo, estrechó por el puño la diestra del anciano para que no
sintiera en su alma temor alguno. El heraldo y Príamo, prudentes ambos, se
acostaron, allí en el vestíbulo de la mansión. Aquiles durmió en el interior de
la tienda, sólidamente construida, y a su lado descansó Briseide, la de
hermosas mejillas.
Las
demás deidades y los hombres que combaten en carros durmieron toda la noche,
vencidos del dulce sueño; pero éste no se apoderó del benéfico Hermes, que
meditaba cómo sacaría del recinto de las naves al rey Príamo sin que lo
advirtiesen los sagrados guardianes de las puertas. E, inclinándose sobre la
cabeza del rey, así le dijo:
¡Oh
anciano! No te inquieta el peligro cuando duermes así, en medio de los
enemigos, después que Aquiles te ha respetado. Acabas de rescatar a tu hijo,
dando muchos presentes; pero los otros hijos que allá se quedaron tendrían que
dar tres veces más para redimirte vivo, si llegaran a descubrirte Agamenón
Atrida y los aqueos todos.
Así
dijo. El anciano sintió temor y despertó al heraldo. Hermes unció caballos y
mulas, y acto continuo los guió por entre el ejército sin que nadie lo
advirtiera.
Mas, al
llégar al vado del vorraaginoso Janto, río de hermosa corriente que el inmortal
Zeus había engrendrado, Hermes se fue al vasto Olimpo. La Aurora de azafranado
velo se esparcía por toda la tierra, cuando ellos, gimiendo y lamentándose,
guiaban los corceles hacia la ciudad, y les seguían las mulas con el cadáver.
Ningún hombre ni mujer de hermosa cintura los vio llegar antes que Casandra,
semejante a la áurea Afrodita; pues, subiendo a Pérgamo, distinguió el carro y
en él a su padre y al heraldo, pregonero de la ciudad, y vio detrás a Héctor,
tendido en un lecho que las mulas conducían. En seguida prorrumpió en sollozos
y fue clamando por toda la ciudad:
Venid a
ver a Héctor, troyanos y troyanas, si otras veces os alegrasteis de que
volviese vivo del combate; pues era el regocijo de la ciudad y de todo el
pueblo.
Así
dijo, y ningún hombre ni mujer se quedó allí, en la ciudad. Todos sintieron
intolerable congoja y fueron a juntarse cerca de las puertas con el que les
traía el cadáver. La esposa querida y la veneranda madre, echándose las
primeras sobre el carro de hermosas ruedas y tocando con sus manos la cabeza de
Héctor, se arrancaban los cabellos; y la turba las rodeaba llorando. Y hubieran
permanecido delante de las puertas todo el día, hasta la puesta del sol,
derramando lágrimas por Hector, si el anciano no les hubiese dicho desde el
carro:
Haceos
a un lado para que yo pase con las mulas; y, una vez to haya conducido al
palacio, os hartaréis de llanto.
Así
habló; y ellos, apartándose, dejaron que pasara el carro. Dentro ya del
magnífico palacio, pusieron el cadáver en torneado lecho a hicieron sentar a su
alrededor cantores que preludiaban el treno: éstos cantaban dolientes
querellas, y las mujeres respondían con gemidos. Y en medio de ellas Andrómaca,
la de níveos brazos, que sostenía con las manos la cabeza de Héctor, matador de
hombres, dio comienzo a las lamentaciones exclamando:
¡Marido!
Saliste de la vida cuando aún eras joven, y me dejas viuda en el palacio. El
hijo que nosotros ¡infelices! hemos engendrado es todavía infante y no creo que
llegue a la mocedad; antes será la ciudad arruinada desde su cumbre, porque has
muerto tú que eras su defensor, el que la salvaba, el que protegía a las
venerables matronas y a los tiernos infantes. Pronto se las llevarán en las
cóncavas naves y a mí con ellas. Y tú, hijo mío, o me seguirás y tendrás que
ocuparte en oficios viles, trabajando en provecho de un amo cruel; o algún
aqueo te cogerá de la mano y te arrojará de lo alto de una torre, ¡muerte
horrenda!, irritado porque Héctor le matara el hermano, el padre o el hijo;
pues muchos aqueos mordieron la vasta tierra a manos de Héctor. No era blando
tu padre en la funesta batalla, y por esto le lloran todos en la ciudad. ¡Oh
Héctor! Has causado a tus padres llanto y dolor indecibles, pero a mí me
aguardan las penas más graves. Ni siquiera pudiste, antes de morir, tenderme
los brazos desde el lecho, ni hacerme saludables advertencias que hubiera
recordado siempre, de noche y de día, con lágrimas en los ojos.
Así
dijo llorando, y las mujeres gimieron. Y entre ellas, Hécuba empezó a su vez el
funeral lamento:
¡Héctor,
el hijo más amado de mi corazón! No puede dudarse de que en vida fueras caro a
los dioses, pues no se olvidaron de ti en el fatal trance de la muerte.
Aquiles, el de los pies ligeros, a los demás hijos míos que logró coger
vendiólos al otro lado del mar estéril, en Samos, Imbros o Lemnos, de escarpada
costa; a ti, después de arrancarte el alma con el bronce de larga punta, lo
arrastraba muchas veces en torno del sepulcro de su compañero Patroclo, a quien
mataste, mas no por esto resucitó a su amigo. Y ahora yaces en el palacio, tan
fresco como si acabaras de morir y semejante al que Apolo, el del argénteo
arco, mata con sus suaves flechas.
Así habló, derramando
lágrimas, y excitó en todos vehemente llanto. Y Helena fue la tercera en dar
principio al funeral lamento:
¡Héctor,
el cuñado más querido de mi corazón! Mi marido, el deiforme Alejandro, me trajo
a Troya, ¡ojalá me hubiera muerto antes!; y en los veinte años que van
transcurridos desde que vine y abandoné la patria, jamás he oído de to boca una
palabra ofensiva o grosera; y si en el palacio me increpaba alguno de los
cuñados, de las cuñadas o de las esposas de aquéllos, o la suegra, pues el
suegro fue siempre cariñoso como un padre, contenías su enojo aquietándolos con
tu afabilidad y tus suaves palabras. Con el corazón afligido lloro a la vez por
ti y por mí, desgraciada; que ya no habrá en la vasta Troya quien me sea
benévolo ni amigo, pues todos me detestan.
Así
dijo llorando, y la inmensa muchedumbre prorrumpió en gemidos. Y el anciano
Príamo dijo al pueblo:
Ahora,
troyanos, traed leña a la ciudad y no temáis ninguna emboscada por parte de los
argivos; pues Aquiles, al despedirme en las negras naves, me prometió no
causarnos daño hasta que llegue la duodécima aurora.
Así
dijo. Pronto la gente del pueblo, unciendo a los carros bueyes y mulas, se
reunió fuera de la ciudad. Por espacio de nueve días acarrearon abundante leña;
y, cuando por décima vez apuntó la aurora, que trae la luz a los mortales,
sacaron llorando el cadáver del audaz Héctor, lo pusieron en lo alto de la pira
y le prendieron fuego.
Mas,
así que se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos,
congregóse el pueblo en torno de la pira del ilustre Héctor. Y cuando todos
acudieron y se hubieron reunido, apagaron con negro vino la parte de la pira a
que la violencia del fuego había alcanzado; y seguidamente los hermanos y los
amigos, gimiendo y corriéndoles las lágrimas por las mejillas, recogieron los
blancos huesos y los colocaron en una urna de oro, envueltos en fino velo de
púrpura. Depositaron la urna en el hoyo, que cubrieron con muchas y grandes
piedras, y erigieron el túmulo. Habían puesto centinelas por todos lados, para
no ser sorprendidos si los aqueos, de hermosas grebas, los acometían. Levantado
el túmulo, volviéronse; y, reunidos después en el palacio del rey Príamo,
alumno de Zeus, celebraron un espléndido banquete fúnebre.
Así
hicieron las honras de Héctor, domador de caballo
fragmento Canto XXIV de la ILIADA (T.M)
Rescate de Héctor.
Disolvióse
la junta y los guerreros se dispersaron por las veloces naves, tomaron la cena
y se regalaron con el dulce sueño. Aquiles lloraba, acordándose del compañero
querido, sin que el sueño, que todo to rinde, pudiera vencerlo: daba vueltas
acá y allá, y con amargura traía a la memoria el vigor y gran ánimo de Patroclo,
lo que de mancomún con él había llevado al cabo y las penalidades que ambos
habían padecido, ora combatiendo con los hombres, ora surcando las temibles
ondas. Al recordarlo, prorrumpía en abundantes lágrimas; ya se echaba de lado,
ya de espaldas, ya de pechos; y al fin, levantándose, vagaba inquieto por la
orilla del mar. Nunca le pasaba inadvertido el despuntar de la aurora sobre el
mar y sus riberas: entonces uncía al carro los ligeros corceles y, atando al
mismo el cadáver de Héctor, arrastrábalo hasta dar tres vueltas al túmulo del
difunto Menecíada; acto continuo volvía a reposar en la tienda, y dejaba el
cadáver tendido de cara al polvo. Mas Apolo, apiadándose del varón aun después
de muerto, le libraba de toda injuria y lo protegía con la égida de oro para
que Aquiles no lacerase el cuerpo mientras lo llevaba por el suelo.
De tal
manera Aquiles, enojado, insultaba al divino Héctor. Al contemplarlo,
compadecíanse los bienaventurados dioses a instigaban al vigilante Argicida a
que hurtase el cadáver. A todos les gustaba tal propósito, menos a Hera, a
Posidón y a la virgen de ojos de lechuza, que odiaban como antes a la sagrada
Ilio, a Príamo y a su pueblo por la injuria que Alejandro había inferido a las
diosas cuando fueron a su cabaña y declaró vencedora a la que le había ofrecido
funesta liviandad. Cuando, después de la muerte de Héctor, llegó la duodécima
aurora, Febo Apolo dijo a los ínmortales:
Sois,
oh dioses, crueles y maléficos. ¿Acaso Héctor no quemaba en vuestro honor
muslos de bueyes y de cabras escogidas? Ahora, que ha perecido, no os atrevéis
a salvar el cadáver y ponerlo a la vista de su esposa, de su madre, de su hijo,
de su padre Príamo y del pueblo, que al momento lo entregarían a las llamas y
le harían honras fúnebres; por el contrario, oh dioses, queréis favorecer al
pernicioso Aquiles, el cual concibe pensamientos no razonables, tiene en su
pecho un ánimo inflexible y medita cosas feroces, como un león que, dejándose
llevar por su gran fuerza y espíritu soberbio, se encamina a los rebaños de los
hombres para aderezarse un festín, de igual modo perdió Aquiles la piedad y ni
siquiera conserva el pudor que tanto favorece o daña a los varones. Aquél a
quien se le muere un ser amado, como el hermano carnal o el hijo, al fin cesa
de llorar y lamentarse, porque las Parcas dieron al hombre un corazón paciente.
Mas Aquiles, después que quitó al divino Héctor la dulce vida, ata el cadáver
al carro y lo arrastra alrededor del túmulo de su compañero querido; y esto ni
a aquél le aprovecha, ni es decoroso. Tema que nos irritemos contra él, aunque
sea valiente, porque enfureciéndose insulta a lo que tan sólo es ya insensible
tierra.
Respondióle
irritada Hera, la de los níveos brazos:
Sería
como dices, oh tú que llevas arco de plata, si a Aquiles y a Héctor los
tuvierais en igual estima. Pero Héctor fue mortal y diole el pecho una mujer;
mientras que Aquiles es hijo de una diosa a quien yo misma alimenté y crié y
casé luego con Peleo, varón cordialmente amado por los inmortales. Todos los
dioses presenciasteis la boda; y tú pulsaste la cítara y con los demás tuviste
parte en el festín; ¡oh amigo de los malos, siempre pérfido!
Replicó
Zeus, el que amontona las nubes:
¡Hera!
No te irrites tanto contra las deidades. No será el mismo el aprecio en que los
tengamos; pero Héctor era para los dioses, y también para mí, el más querido de
cuantos mortales viven en Ilio, porque nunca se olvidó de dedicamos agradables
ofrendas, jamás mi altar careció ni de libaciones ni de víctimas, que tales son
los honores que se nos deben. Desechemos la idea de robar el cuerpo del audaz
Héctor: es imposible que se haga a hurto de Aquiles, porque siempre, de noche y
de día, le acompaña su madre. Mas, si alguno de los dioses llamase a Tetis para
que se me acercara, yo le diría a ésta lo que fuere oportuno para que Aquiles,
recibiendo los dones de Príamo, restituyera el cadáver.
Así se
expresó. Levantóse Iris, de pies rápidos como el huracán, para llevar el
mensaje; saltó al negro ponto entre Samos y la escarpada Imbros, y resonó el
estrecho. La diosa se lanzó a lo prófundo, como desciende el plomo asido al
cuerno de un buey montaraz que lleva la muerte a los voraces peces. En la
profunda gruta halló a Tetis y a otras muchas diosas marinas que la rodeaban:
la ninfa lloraba, en medio de ellas, la suerte de su hijo irreprensible, que
había de perecer en la fértil Troya, lejos de la patria. Y, acercándosele Iris,
la de los pies ligeros, así le dijo:
Ven,
Tetis, pues to llama Zeus, el conocedor de los eternales decretos.
Respondióle
la diosa Tetis, de argénteos pies:
¿Por
qué aquel gran dios me ordena que vaya? Me da vergüenza juntarme con los
inmortales, pues son muchas las penas que conturban mi corazón. Esto no
obstante, iré para que sus palabras no resulten vanas y sin efecto.
En diciendo
esto, la divina entre las diosas tomó un velo tan obscuro que no había otro que
fuese más negro. Púsose en camino, precedida por la veloz Iris, de pies rápidos
como el viento, y las olas del mar se abrían al paso de ambas deidades.
Salieron éstas a la playa, ascendieron al cielo y hallaron al largovidente
Cronida con los demás felices sempiternos dioses congregados en torno suyo.
Sentóse Tetis al lado de Zeus, porque Atenea le cedió el sitio, y Hera púsole
en la mano una copa de oro y la consoló con palabras. Tetis devolvió la copa
después de haber bebido. Y el padre de los hombres y de los dioses comenzó a
hablar de esta manera:
Vienes
al Olimpo, oh diosa Tetis, afligida y con el ánimo agobiado por vehemente
pesar. Lo sé. Pero, aun así y todo, voy a decirte por qué to he llamado. Hace
nueve días qúe se suscitó entre los inmortales una contienda acerca del cadáver
de Héctor, y de Aquiles, asolador de ciudades, a instigaban al vigilante
Argicida a que hurtase el muerto, pero yo prefiero dar a Aquiles la gloria de
devolverlo, y conservar así tu respeto y amistad. Ve en seguida al ejército y
amonesta a tu hijo. Dile que los dioses están muy irritados contra él y yo más
indignado que ninguno de los inmortales, porque enfureciéndose retiene a Héctor
en las corvas naves y no permite que lo rediman; por si, temiéndome, consiente
que el cadáver sea rescatado. Y enviaré la diosa Iris al magnánimo Príamo para
que vaya a las naves de los aqueos y redima a su hijo, llevando a Aquiles dones
que aplaquen su enojo.
Así se
expresó; y Tetis, la diosa de argénteos pies no fue desobediente. Bajando en
raudo vuelo de las cumbres del Olimpo, llegó a la tienda de su hijo: éste gemía
sin cesar, y sus compañeros se ocupaban diligentemente en preparar la comida,
habiendo inmolado dentro de la tienda una grande y lanuda oveja. La veneranda
madre se sentó muy cerca del héroe, le acarició con la mano y hablóle en estos
términos.
¡Hijo
mío! ¿Hasta cuándo dejarás que el llanto y la tristeza roan tu corazón, sin
acordarte ni de la comida ni de la cama? Bueno es que goces del amor con una
mujer, pues ya no has de vivir mucho tiempo; la muerte y el hado cruel se te
avecinan. Y ahora préstame atención, pues vengo como mensajera de Zeus. Dice
que los dioses están muy irritados contra ti, y él más indignado que ninguno de
los inmortales, porque enfureciéndote retienes a Héctor en las corvas naves y
no permites que lo rediman. Ea, entrega el cadáver y acepta su rescate.
Respondióle
Aquiles, el de los pies ligeros:
Sea
así. Quien traiga el rescate se lleve el muerto, ya que con ánimo benévolo el
mismo Olímpico lo ha dispuesto.
De este
modo, dentro del recinto de las naves, pasaban de madre a hijo muchas aladas
palabras. Y en tanto, el Cronida envió a Iris a la sagrada Ilio:
¡Anda,
ve, rápida Iris! Deja to asiento del Olimpo, entra en Ilio y di al magnánimo
Príamo que se encamine a las naves de los aqueos y rescate al hijo, Ilevando a
Aquiles dones que aplaquen su enojo. Vaya solo, sin que ningún troyano se le
junte, y acompáñele un heraldo más viejo que él, para que guíe los mulos y el
carro de hermosas ruedas y conduzca luego a la población el cadáver de aquél a
quien mató el divino Aquiles. Ni la idea de la muerte ni otro temor alguno
conturbe su ánimo, pues le daremos por guía el Argicida, el cual le llevará
hasta muy cerca de Aquiles. Y cuando haya entrado en la tienda del héroe, éste
no to matará, a impedirá que los demás lo hagan. Pues Aquiles no es insensato,
ni temerario ni perverso, y tendrá buen cuidado de respetar a un suplicante.
Así
dijo. Levantóse Iris, la de pies rápidos como el huracán, para llevar el
mensaje; y, en llegando al palacio de Príamo, oyó llantos y alaridos. Los
hijos, sentados en el patio alrededor del padre, bañaban sus vestidos con
lágrimas, y el anciano aparecía en medio, envuelto en un manto muy ceñido, y
tenía en la cabeza y en el cuello abundante estiércol que al revolcarse por el
suelo había recogido con sus manos. Las hijas y nueras se lamentaban en el
palacio, recordando los muchos varones esforzados que yacían en la llanura por
haber dejado la vida en manos de los argivos. Detúvose la mensajera de Zeus
cerca de Príamo, y hablándole quedo, mientras al anciano un temblor le ocupaba
los miembros, así le dijo:
Cobra
ánimo, Príamo Dardánida, y no te espantes; que no vengo a presagiarte males,
sino a participarte cosas buenas: soy mensajera de Zeus, que, aun estando
lejos, se interesa mucho por ti y te compadece. El Olímpico te manda rescatar
al divino Héctor, llevando a Aquiles dones que aplaquen su enojo. Ve solo, sin
que ningún troyano se te junte, acompañado de un heraldo más viejo que tú, para
que guíe los mulos y el carro de hermosas ruedas, y conduzca luego a la
población el cadáver de aquél a quien mató el divino Aquiles. Ni la idea de la
muerte ni otro temor alguno conturbe tu ánimo, pues tendrás por guía el
Argicida, el cual te llevará hasta muy cerca de Aquiles. Y cuando hayas entrado
en la tienda del héroe, éste no te matará a impedirá que los demás lo hagan.
Pues Aquiles no es insensato, ni temerario, ni perverso, y tendrá buen cuidado
de respetar a un suplicante.
Cuando
esto hubo dicho, fuese Iris, la de los pies ligeros. Príamo mandó a sus hijos
que prepararan un carro de mulas, de hermosas ruedas, pusieran encima un arca y
la sujetaran con sogas. Bajó después al perfumado tálamo, que era de cedro,
tenía elevado techo y guardaba muchas preciosidades; y, llamando a su esposa
Hécuba, hablóle en estos términos:
¡Oh
infeliz! La mensajera del Olimpo ha venido, por orden de Zeus, a encargarme que
vaya a las naves de los aqueos y rescate al hijo, llevando a Aquiles dones que
aplaquen su enojo. Ea, dime: ¿qué piensas acerca de esto? Pues mi mente y mi
corazón me instigan vivamente a ir allá, a las naves, al campamento vasto de
los aqueos.
Así
dijo. La mujer prorrumpió en sollozos y respondió diciendo:
¡Ay de
mí! ¿Qué es de la prudencia que antes to hizo célebre entre los extranjeros y
entre aquéllos sobre los cuales reinas? ¿Cómo quieres ir solo a las naves de los
aqueos y presentarte ante los ojos del hombre que te mató tantos y tan
valientes hijos? De hierro tienes el corazón. Si ese guerrero cruel y pérfido
llega a verte con sus propios ojos y te coge, ni se apiadará de ti, ni te
respetará en lo más mínimo. Lloremos a Héctor desde lejos, sentados en el
palacio; ya que, cuando le di a luz, el hado poderoso hiló de esta suerte el
estambre de su vida: que habría de saciar con su carne a los veloces perros,
lejos de sus padres y junto al hombre violento cuyo hígado ojalá pudiera yo
comer hincándole los dientes. Entonces quedarían vengados los insultos que ha
hecho a mi hijo; que éste, cuando aquél lo mató, no se portaba cobardemente,
sino que a pie firme defendía a los troyanos y a las troyanas de profundo seno,
no pensando ni en huir ni en evitar el combate.
Contestó
el anciano Príamo, semejante a un dios:
No te
opongas a mi resolución, ni me seas ave de mal agüero en el palacio. No me
persuadirás. Si me diese la orden uno de los que viven en la tierra, aunque
fuera adivino, arúspice o sacerdote, la creeríamos falsa y desconfiaríamos aún
más; pero ahora, como yo mismo he oído a la diosa y la he visto delante de mí,
iré y no serán ineficaces sus palabras. Y si mi destino es morir en las naves
de los aqueos, de broncíneas corazas, lo acepto: máteme Aquiles tan luego como
abrace a mi hijo y satisfaga el deseo de llorarle.
Dijo,
y, levantando las hermosas tapas de las arcas, cogió doce magníficos peplos,
doce mantos sencillos, doce tapetes, doce palios blancos, y otras tantas
túnicas. Pesó luego diez talentos de oro. Y, por fin, sacó dos trípodes
relucientes, cuatro calderas y una magnífica copa que los tracios le dieron
cuando fue, como embajador, a su país, y era un soberbio regalo; pues el
anciano no quiso dejarla en el palacio a causa del vehemente deseo que tenía de
rescatar a su hijo. Y volviendo al pórtico, echó afuera a los troyanos,
increpándolos con injuriosas palabras:
¡Idos
ya, hombres infames y vituperables! ¿Por ventura no hay llanto en vuestra casa,
que venías a afligirme? ¿O creéis que son pocos los pesares que Zeus Cronida me
envía, con hacerme perder un hijo valiente? También los probaréis vosotros.
Muerto él, será mucho más fácil que los argivos os maten. Pero antes que con
estos ojos vea la ciudad tomada y destruida, descienda yo a la mansión de
Hades.
Dijo, y
con el cetro echó a los hombres. Éstos salieron apremiados por el anciano. Y en
seguida Príamo reprendió a sus hijos Héleno, Paris, Agatón divino, Pamón,
Antífono, Polites valiente en la pelea, Deífobo, Hipótoo y el conspicuo Dío; a
los nueve los increpó y les dio órdenes, diciendo:
¡Daos
prisa, malos hijos, ruines! Ojalá que en lugar de Héctor hubieseis muerto todos
en las veleras naves. ¡Ay de mí, desventurado, que engendré hijos valentísimos
en la vasta Troya, y ya puedo decir que ninguno me queda! Al divino Méstor, a
Troilo, que combatía en carro, y a Héctor, que era un dios entre los hombres y
no parecía hijo de un mortal, sino de una divinidad, Ares les dio muerte; y
restan los que son indignos, embusteros, danzarines, señalados únicamente en
los coros y hábiles en robar al pueblo corderos y cabritos. Pero ¿no me
prepararéis al instante el carro, poniendo en él todas estas cosas, para que
emprendamos el camino?
Así
dijo. Ellos, temiendo la reconvención del padre, sacaron un carro de mulas, de
hermosas ruedas, magnífico, recién construido; pusieron encima el arca, que
ataron bien; descolgaron del clavo el corvo yugo de madera de boj, provisto de
anillos, y tomaron una correa de nueve codos que servía para atarlo. Colgaron
después el yugo sobre la parte anterior de la lanza, metieron el anillo en su
clavija, y sujetaron a aquél, atándolo con la correa, a la cual hicieron dar
tres vueltas a cada lado y cuyos extremos reunieron en un nudo. Luego fueron sacando
de la cámara y acomodando en el pulimentado carro los innumerables dones para
el rescate de Héctor; uncieron las mulas de tiro, de fuertes cascos, que en
otro tiempo habían regalado los misios a Príamo como espléndido presente, y
acercaron al yugo dos corceles, a los cuales el anciano en persona daba de
comer en pulimentado pesebre.
Mientras
el heraldo y Príamo, prudentes ambos, uncían los caballos en el alto palacio,
acercóseles Hécuba, con ánimo abatido, llevando en su diestra una copa de oro,
llena de dulce vino, para que hicieran la libación antes de partir; y,
deteniéndose delante del carro, dijo a Príamo:
Toma,
haz la libación al padre Zeus y suplícale que puedas volver del campamento de
los enemigos a to casa; ya que tu ánimo lo incita a ir a las naves contra mi
deseo. Ruega, pues, al Cronión Ideo, el dios de las sombrías nubes que desde lo
alto contempla a Troya entera, y pídele que haga aparecer a tu derecha su veloz
mensajera, el ave que le es más querida y cuya fuerza es inmensa, para que, en
viéndola con tus propios ojos, vayas, alentado por el agüero, a las naves de
los dánaos, de rápidos corceles. Y si el largovidente Zeus no te enviase su
mensajera, yo no te aconsejaría que fueras a las naves de los argivos por mucho
que lo desees.
Respondióle
Príamo, semejante a un dios:
¡Oh
mujer! No dejaré de hacer lo que me recomiendas. Bueno es levantar las manos a
Zeus, para que de nosotros se apiade.
Dijo
así el anciano, y mandó a la esclava despensera que le diese agua limpia a las
manos. Presentóse la cautiva con una fuente y un jarro. Y Príamo, así que se
hubo lavado, recibió la copa de manos de su esposa; oró, de pie, en medio del
patio; libó el vino, alzando los ojos al cielo, y pronunció estas palabras:
¡Padre
Zeus, que reinas desde el Ida, gloriosísimo, máximo! Concédeme que al llegar a
la tienda de Aquiles le sea yo grato y de mí se apiade; y haz que aparezca a mi
derecha tu veloz mensajera, el ave que te es más querida y cuya fuerza es
inmensa, para que después de verla con mis propios ojos vaya, alentado por el
agüero, a las naves de los dánaos, de rápidos corceles.
Así
dijo rogando. Oyóle el próvido Zeus, y al momento envió la mejor de las aves
agoreras, un águila rapaz de color obscuro, conocida con el nombre de percnón. Cuanta anchura suele
tener en la casa de un rico la puerta de la cámara de alto techo, bien adaptada
al marco y asegurada por un cerrojo, tanto espacio ocupaba con sus alas, desde
el uno al otro extremo, el águila que apareció volando a la derecha por cima de
la ciudad. Al verla, todos se alegraron y la confianza renació en sus pechos.
El
anciano subió presuroso al carro y lo guió a la calle, pasando por el vestíbulo
y el pórtico sonoro. Iban delante las mulas que tiraban del carro de cuatro
ruedas, y eran gobernadas por el prudente Ideo; seguían los caballos que el
viejo aguijaba con el látigo para que atravesaran prestamente la ciudad; y
todos los amigos acompañaban al rey, derramando abundantes lágrimas, como si a
la muerte caminara. Cuando hubieron bajado de la ciudad al campo, hijos y
yernos regresaron a Ilio. Mas, al atravesar Príamo y el heraldo la Ilanura, no
dejó de advertirlo el largovidente Zeus, que vio al anciano y se compadeció de
él. Y, llamando en seguida a su hijo Hermes, le habló diciendo:
¡Hermes!
Puesto que te es grato acompañar a los hombres y oyes las súplicas del que
quieres, anda, ve y conduce a Príamo a las cóncavas naves aqueas, de suerte que
ningún dánao le vea ni le descubra hasta que haya llegado a la tienda del
Pelida.
Así
habló. El mensajero Argicida no fue desobediente: calzóse al instante los
áureos divinos talares que le llevaban sobre el mar y la tierra inmensa con la
rapidez del viento, y tomó la vara con la cual adormece los ojos de cuantos
quiere o despierta a los que duermen. Llevándola en la mano, el poderoso
Argicida emprendió el vuelo, llegó muy pronto a Troya y al Helesponto, y echó a
andar, transfigurado en un joven príncipe a quien comienza a salir el bozo y
está graciosísimo en la flor de la juventud.
Cuando
Príamo y el heraldo llegaron más allá del gran túmulo de Ilo, detuvieron las
mulas y los caballos para que bebiesen en el río. Ya se iba haciendo noche
sobre la tierra. Advirtió el heraldo la presencia de Hermes, que estaba junto a
él, y hablando a Príamo dijo:
Atiende,
Dardánida, pues el lance que se presenta requiere prudencia. Veo a un hombre y
me figuro que al punto nos ha de matar. Ea, huyamos en el carro, o
supliquémosle, abrazando sus rodillas, para ver si se compadece de nosotros.
Así
dijo. Turbósele al anciano la razón, sintió un gran terror, se le erizó el pelo
en los flexibles miembros y quedó estupefacto. Entonces el benéfico Hermes se
llegó al viejo, tomóle por la mano y le interrogó diciendo:
¿Adónde,
padre mío, diriges estos caballos y mulas durante la noche divina, mientras
duermen los demás mortales? ¿No temes a los aqueos, que respiran valor, los
cuales te son malévolos y enemigos y se hallan cerca de nosotros? Si alguno de
ellos te viera conducir tantas riquezas en. esta obscura y rápida noche, ¿qué
resolución tomarías? Tú no eres joven, éste que te acompaña es también anciano,
y no podríais rechazar a quien os ultrajara. Pero yo no te causaré ningún daño
y, además, te defendería de cualquier hombre, porque te encuentro semejante a
mi querido padre.
Respondióle
el anciano Príamo, semejante a un dios:
Así es,
como dices, hijo querido. Pero alguna deidad extiende la mano sobre mí, cuando
me hace salir al encuentro un caminante de tan favorable augurio como tú, que
tienes cuerpo y aspecto dignos de admiración y espíritu prudente, y naciste de
padres felices.
Díjole
a su vez el mensajero Argicida:
Sí,
anciano, oportuno es cuanto acabas de decir. Pero, ea, habla y dime con
sinceridad: ¿mandas a gente extraña tantas y tan preciosas riquezas a fin de
ponerlas en cobro; o ya todos abandonáis, amedrentados, la sagrada Ilio, por
haber muerto el varón más fuerte, tu hijo, que a ninguno de los aqueos cedía en
el combate?
Contestóle
el anciano Príamo, semejante a un dios:
¿Quién
eres, hombre excelente, y cuáles los padres de que naciste, que con tanta
oportunidad has mencionado la muerte de mi hijo infeliz?
Replicó
el mensajero Argicida:
Me
quieres probar, oh anciano, y por eso me hablas del divino Héctor. Muchas veces
le vieron estos ojos en la batalla, donde los varones se hacen ilustres, y
también cuando llegó a las naves matando argivos, a quienes hería con el agudo
bronce. Nosotros le admirábamos sin movernos, porque Aquiles estaba irritado
contra el Atrida y no nos dejaba pelear. Pues yo soy servidor de Aquiles, con
quien vine en la misma nave bien construida; desciendo de mirmidones y tengo
por padre a Políctor, que es rico y anciano como tú. Soy el más joven de sus
siete hijos y, como lo decidiéramos por suerte, tocóme a mí acompañar al héroe.
Y ahora he venido de las naves a la llanura, porque mañana los aqueos, de ojos
vivos, presentarán batalla en los contornos de la ciudad: se aburren de estar
ociosos, y los reyes aqueos no pueden contener su impaciencia por entrar en
combate.
Respondióle
el anciano Príamo, semejante a un dios:
Si eres
servidor del Pelida Aquiles, ea, dime toda la verdad: ¿mi hijo yace aún cerca
de las naves, o Aquiles lo ha desmembrado y entregado a sus perros?... CONTINUA
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