martes, 24 de noviembre de 2015

FRAGMENTO DE FUENTEOVEJUNA (1-2)

ACTO III ESCENA  IV   SALE LAURENCIA, DESMELENADA
 LAURENCIA: Dejadme entrar, que bien puedo, en consejo de los hombres; que bien puede una mujer, sino a dar voto, a dar voces. ¿Conocéisme?
 ESTEBAN: ¡Santo cielo! ¿No es mi hija?
JUAN ROJO: ¿No conoces a Laurencia?
LAURENCIA: Vengo tal, que mi diferencia os pone en contingencia quién soy.
 ESTEBAN: ¡Hija mía!
LAURENCIA: No me nombres tu hija.
ESTEBAN: ¿Por qué, mis ojos? ¿Por qué?
 LAURENCIA: Por muchas razones, y sean las principales: porque dejas que me roben tiranos sin que me vengues, traidores sin que me cobres. Aún no era yo de Frondoso, para que digas que tome, como marido, venganza; que aquí por tu cuenta corre; que en tanto que de las bodas no haya llegado la noche, del padre, y no del marido, la obligación presupone; que en tanto que no me entregan una joya, aunque la compren, no ha de correr por mi cuenta las guardas ni los ladrones Llevóme de vuestros ojos a su casa Fernán Gómez; la oveja al lobo dejáis como cobardes pastores. ¿Qué dagas no vi en mi pecho? ¿Qué desatinos enormes, qué palabras, qué amenazas, y qué delitos atroces, por rendir mi castidad a sus apetitos torpes? Mis cabellos ¿no lo dicen? ¿No se ven aquí los golpes de la sangre y las señales? ¿Vosotros sois hombres nobles? ¿Vosotros padres y deudos? ¿Vosotros, que no se os rompen las entrañas de dolor, de verme en tantos dolores? Ovejas sois, bien lo dice de Fuenteovejuna el hombre. Dadme unas armas a mí pues sois piedras, pues sois tigres... --Tigres no, porque feroces siguen quien roba sus hijos, matando los cazadores antes que entren por el mar y pos sus ondas se arrojen. Liebres cobardes nacisteis; bárbaros sois, no españoles. Gallinas, ¡vuestras mujeres sufrís que otros hombres gocen! Poneos ruecas en la cinta. ¿Para qué os ceñís estoques? ¡Vive Dios, que he de trazar que solas mujeres cobren la honra de estos tiranos, la sangre de estos traidores, y que os han de tirar piedras, hilanderas, maricones, amujerados, cobardes, y que mañana os adornen nuestras tocas y basquiñas, solimanes y colores! A Frondoso quiere ya, sin sentencia, sin pregones, colgar el comendador del almena de una torre; de todos hará lo mismo; y yo me huelgo, medio-hombres, por que quede sin mujeres esta villa honrada, y torne aquel siglo de amazonas, eterno espanto del orbe.
ESTEBAN: Yo, hija, no soy de aquellos que permiten que los nombres con esos títulos viles. Iré solo, si se pone todo el mundo contra mí.
JUAN ROJO: Y yo, por más que me asombre la grandeza del contrario.
 REGIDOR: ¡Muramos todos! BARRILDO: Descoge un lienzo al viento en un palo, y mueran estos enormes.
 JUAN ROJO: ¿Qué orden pensáis tener?
 MENGO: Ir a matarle sin orden. Juntad el pueblo a una voz; que todos están conformes en que los tiranos mueran.
 ESTEBAN: Tomad espadas, lanzones, ballestas, chuzos y palos.
MENGO: ¡Los reyes nuestros señores vivan!
TODOS: ¡Vivan muchos años!
 MENGO: ¡Mueran tiranos traidores!
TODOS: ¡Tiranos traidores, mueran! Vanse todos

 LAURENCIA: Caminad, que el cielo os oye. ¡Ah, mujeres de la villa! ¡Acudid, por que se cobre vuestro honor, acudid, todas!

lunes, 16 de noviembre de 2015

Fragmento de Paginas de la Historia de Colombia y Venezuela o Vidas de sus Hombres Ilustres

Todas estas dotes y una pluma fácil y flexible necesita el escritor que quera seguir Venezuela en su varia fortuna, y representarla en los días de peligro y gloria y en los de oprobio y degradación. Y hasta la diversa disposición de espíritu de los historiadores es indispensable, entusiastas y poéticos o severos y tristes, para trazar con verdad los cuadros graves y sublimes, terribles y sombríos, viles y miserables de nuestra historia. Así cuando haya que pintar a Venezuela a la cabeza e la América del Sur, venciendo las grandes batallas, haciendo estremecer al Cuzco, rindiendo a doce generales, creando a Colombia, constituyendo al Perú y dando ser a Bolivia; cuando tengamos que admirar el valor venezolano decidiendo las grandes contiendas, sus soldados de fortuna hechos jefes de las naciones que crean, las plazas públicas decoradas con sus estatuas y sus nombres convertirse en los nombres de las capitales y hacerse los grandes recuerdos de nuestra historia; fuerza será toma de Tulcídides y Tito Livio el estilo grandioso y elegante, las nobles formas, severas y sencillas de estos historiadores.

Que si es preciso trazar corazones degenerados y caracteres débiles, la tenacidad y presunción de los gobernantes, la versatilidad y ligereza de los ministros, la ambición y despecho de los tribunos, la disposición turbulenta de las poblaciones; o ya el caos sangriento de la anarquía, y pintar el egoísmo, la crueldad y el desenfreno de soldados rapaces y facciosos, manejos viles e intrigas, el olvido d toda virtud y pudor, la avaricia y el desprecio a las leyes, la República a merced de la fortuna y capricho de sus enemigos, la degradación de los ciudadanos que se precipitan en la servidumbre, la expoliación del erario, la bajeza del pueblo, el menosprecio merecido de todas las naciones, claussum armis, senatum, ahí están Tácito y Guicciardini, tristes y severos historiadores de una época semejante y a veces de crímenes iguales.

¡Pueblo singular que ha recorrido en pocos años lo que hay de más excelente en la gloria y la libertad, y de más ignominioso en la servidumbre¡ Quid ultimum in libertate…quid in servitute.

Nuestro primer pensamiento fue escribir la historia general de Venezuela, sueño de nuestra juventud y tentación seductora en nuestra proscripción civil; pero el éxito de las pocas que hasta hoy han aparecido, solo ha servido para calmar nuestro arrojo y desalentarnos. Y ciertamente que es difícil en medio de la escasez de documentos sobre algunas épocas, y de falta de apuntamientos y memorias, que quién en el laberinto de otras y en la averiguación de hechos importantes, controvertidos o dudosos, seguir a Venezuela a través de sus vicisitudes políticas, unida a España o combatiéndola, haciendo parte de Colombia o rompiendo la unidad y constituyéndose independientemente; agitada primero en su separación definitiva, próspera y feliz más luego, hasta hallar la esclavitud y la miseria, al ir en busca de una libertad irrealizable y de un bienestar quimérico. Escribiendo con exactitud y candor los hechos importantes de los varones que figuraron en la vasta tela de tantos sucesos, los dividimos realmente para estudiar mejor y para ilustrarlos, y prepararnos materiales preciosos al escritor futuro de esta vasta epopeya. Faltarán los grandiosos cuadros y pinturas, que una historia general comporta, pero el interés y la instrucción no perderán nada; ya que estudiando a los hombres en sus diferentes pasiones, aislada y detenidamente, se comprenderán mejor los sucesos en que tomaron parte, su carácter e influjo. Sin aspirar a una imitación imposible de los modelos antiguos, a la fuerza de veracidad y curiosos pormenores, procurarnos ser interesantes como Plutarco; y harto hombres presenta nuestra época para imitar modelos poco difíciles de Suetonio y Procopio.

La biografía de Martín Tovar y Tovar nos servirá para describir la época pacífica, que precedió a la revolución y os grandes acontecimientos en que tuvo parte; la vida inactiva y o abril, aurora brillante de tempestuosos días; la lucha del deber y del patriotismo contra los lisonjeros halagos el poder absoluto; el trabajo en medio de las preocupaciones de la política; la independencia de carácter en contraste con una admiración reconocida pero servil; y a través de pasiones viles y de los crímenes d una revolución larga y sangrienta, no una virtud de cálculo, que es la virtud del vicio, sino la verdadera virtud, la santidad del alma, convertía en gusto, instinto, costumbre y difundida en hechos de beneficencia y generosidad, y en una abnegación natural, sin esfuerzos ni sacrificios.

Fragmento de Edipo Rey

PASTOR: ¡Ay!, ¡heme aquí ante una cosa horrible de decir!
 EDIPO: Y para mí también horrible de oír. Pero, sin embargo, tengo que oírla.
 PASTOR: Se decía que era hijo de Layo. Pero la está en casa, tu mujer, te diría mejor que nadie cómo fue eso.
EDIPO: ¿Te lo dio ella?
PASTOR: Sí, rey. EDIPO: ¿Para qué?
 PASTOR: Para que lo hiciera desaparecer.
 EDIPO: ¿Una madre? ¡desgraciada!
PASTOR: Por miedo de horribles oráculos.
EDIPO: ¿Qué decían esos oráculos?
PASTOR: Que aquel niño debía matar a sus padres; así se decía.
EDIPO: Pero tú, ¿por qué se lo entregaste a este anciano?
PASTOR: Por piedad, señor. Pensaba que se lo llevaría a otra comarca, a la isla donde él vivía. Mas él, para las más grandes desgracias, lo guardó junto a sí. Porque si tú eres el que él dice, has de saber que eres el más infortunado de los hombres.
EDIPO: ¡Ay! ¡Ay! Todo se ha aclarado ahora. ¡Oh luz, pudiera yo verte por última vez en este instante! Nací de quien no debería haber nacido; he vivido con quienes no debería estar viviendo; maté a quien no debería haber matado. (EDIPO entra precipitadamente al palacio. Los dos pastores se marchan, cada uno por su lado.)
CORO: ¡Ay, generación de mortales! ¡Cómo vuestra existencia es a mis ojos igual a la nada! ¿Qué hombre, qué hombre ha conocido otra felicidad que la que él se imagina, para volver a caer en el infortunio después de esta ilusión? Tomando tu destino como ejemplo, infortunado Edipo, no puedo mirar como dichosa la vida de ningún mortal. «Su arco había lanzado la flecha más lejos que ninguno; había conquistado una felicidad, la más afortunada, ¡oh Zeus!; había hecho perecer ignominiosamente a la doncella de los dedos en garra, la de los cantos enigmáticos; se había erigido en nuestro país como una torre contra la muerte. «Desde entonces, Edipo, se te llamaba nuestro rey, y habías recibido los más grandes honores como amo y soberano de la poderosa Tebas. «Y hoy, ¿quién es aquel cuya desgracia sea más lamentable de oír? ¿Quién vive en su hogar una vida más trastornada, más llena de aflicciones y atroces tormentos? «¡Oh, ilustre Edipo, el mismo puerto bastó para hacer encallar al padre y al hijo en el seno del mismo lecho! ¡Cómo, cómo los surcos fecundados por el padre pudieron, ¡desgraciado!, aguantarte tanto tiempo en silencio! «Pero bien a pesar tuyo, el tiempo, que lo ve todo, lo ha descubierto al fin, y de aquí que condena tu himeneo demasiado monstruoso, que te hizo hacer madre a la que lo fue tuya. ¡Ay!, ¡ay!, hijo nacido de Layo, ¡pluguiera a los dioses que jamás te hubiese yo conocido! Pues desde el fondo de mi pecho grito y me lamento sobremanera, y mi boca no puede exhalar, sino gritos de dolor. Y, sin embargo, para decir la verdad, gracias a ti he podido respirar y sentir que el sueño cerraba mis ojos. (Entra desolado un PAJE que llega de palacio.)
PAJE: Vosotros, que en esta tierra continuáis siendo siempre los más dignos de estima, ¡qué actos vais a saber, qué actos vais a contemplar, y que lúgubre dolor vais a soportar si, como fieles a vuestra raza, guardáis aún el mismo afecto a la casa de los Labdácidas! Pues nunca, a mi entender, ni el Istro ni el Fasis, con sus aguas, podrán lavar ni purificar este palacio de la abominación que lo llena. Pero pronto van a salir a plena luz otras desgracias voluntarias y no impuestas. Ahora bien, de todos sufrimientos, los más crueles son aquellos de los que nosotros mismos somos autores.
CORIFEO: No nos hace falta añadir nada a lo que sabíamos para gemir profundamente; ¿qué nos vas a anunciar aún ahora?
 PAJE: Una cosa muy breve de decir y de saber. Yocasta, nuestra reina sagrada, Yocasta ya no existe.
 CORIFEO: ¡Oh, la muy infortunada! Y ¿cuál ha podido ser la causa de su muerte?
 PAJE: Nada, sino ella misma. De todo lo que aconteció, lo más horrible te ha sido ahorrado, pues de ello tus ojos no han sido testigos. Sin embargo, vas a saber todo lo que ha sufrido la desgraciada, según lo que yo pueda recordar. Alocada, apenas pasó el vestíbulo, se precipitó en la cámara nupcial, mesándose con ambas manos los cabellos. Tan luego como entró, cerró de golpe las puertas y, llamando a Layo, muerto desde hace tiempo, evocando el recuerdo del hijo, que había nacido desde hacía años, al hijo a cuyas manos Layo había de morir, dejando a esa madre añadir hijos, si tal nombre merecían, de su propio hijo. Gemía sobre el lecho en donde, doblemente miserable, había engendrado de su esposo un esposo, e hijos de su propio hijo. No sé cómo después se mató. Pues Edipo, gritando, llegó precipitadamente, y ya no pude ver la muerte de la reina. Nuestros ojos estaban fijos en el rey, que corría alocado, pidiéndonos una espada y que le indicásemos dónde se hallaba su mujer, que no era su mujer, si no el campo maternal doblemente fecundado del cual habían salido él mismo y también sus hijos. En ese momento, un dios sin duda secundó su furor y le condujo hacia ella, pues nadie de los que estábamos allí presentes le facilitamos ninguna indicación. Entonces, dando un horrible grito, se lanzó, como si alguien le hubiera guiado, contra la doble puerta, hizo saltar de sus goznes los herrajes labrados, y se precipitó en el interior de la habitación. Allí vimos a su mujer colgando, todavía sostenida por un cordón trenzado. En cuanto la vio, el desventurado Edipo, lanzando espantosos rugidos, deshizo el nudo que la mantenía en el aire y la desgraciada cayó al suelo. Entonces vimos cosas horribles: Edipo le arranca de los vestidos los broches de oro que los adornaban, los coge y se los hunde en las órbitas de sus ojos, gritando que no serían ya testigos ni de sus desgracias ni de sus delitos: «En las sombras, decía, no veréis ya los males que he sufrido ni los crímenes de que he sido culpable. En la noche para siempre, no veréis más a los que nunca deberíais haber visto, ni reconoceréis a los que ya no quiero reconocer». Lanzando tales imprecaciones, levantaba sus párpados y se los golpeaba con golpes repetidos. Sus pupilas sangrantes humedecían su barba. No eran gotas de sangre las que de ellos fluían unas tras otras; de ellos brotaba una lluvia sombría, una granizada sangrienta. Estos males han estallado por culpa del uno y de la otra, y el hombre y la mujer mezclaron sus desgracias. Antes gozaban, es verdad, de una larga herencia de segura felicidad; pero hoy no hay más que gemidos, maldiciones, muerte, ignominia; en una palabra, todas las calamidades que llevan tal nombre, ni una sola falta.
CORIFEO: ¿Y ahora, el desgraciado está más tranquilo, en medio de sus males?
PAJE: Grita que se abran las puertas, y que se muestre a todos los cadmeos al matador de su padre, al hijo cuya madre ..., pero no puedo repetir sus palabras impías. Dice que quiere huir de esta tierra y no permanecer nunca más en su hogar, cargado de las maldiciones que él mismo pronunció. Necesita, sin embargo, un guía y un apoyo, pues su dolor es demasiado grande para que pueda soportarlo. El mismo te lo va a mostrar. He aquí que los cerrojos de las puertas se han corrido. Vas a ser testigo de un espectáculo que conmovería el corazón aun del más cruel enemigo. (Entra EDIPO, guiado por un servidor; tiene los ojos reventados, y el rostro, cubierto de sangre.)
CORIFEO: ¡Oh sufrimiento espantoso para ser contemplado, el más atroz de cuantos hasta ahora he podido ser testigo! ¿Qué locura se abatió sobre ti, infortunado? ¿Qué dios vengador ha puesto el colmo a tu fatal destino, abrumándote con males que sobrepasan el dolor humano? ¡Ah!, ¡ah desgraciado! No puedo posar mi mirada en ti; yo que quería interrogarte largamente, hacerte hablar, mirarte de frente, no sé ante ti más que estremecerme de horror.
EDIPO (A tientas.): ¡Ay!, ¡ay!, ¡qué infortunado soy! ¿A qué rincón de la Tierra me iré así, desgraciado? ¿ Dónde mi voz podrá llegar? ¡Ay!, destino mío, ¿dónde me has hundido?
CORIFEO: En una horrorosa desgracia, inaudita, espantable.
EDIPO: ¡Oh nube de tinieblas!, ¡nube aborrecida que ha caído sobre mí!, ¡nube indecible, indomable, empujada por el viento del desastre! ¡Desdichado de mí!, ¡desdichado mil veces! ¡Con qué dardos a la vez me traspasan el aguijón de mis heridas y el recuerdo de mis desgracias!
 CORIFEO: Sufriendo lo que sufres, no es de extrañar que redobles tus quejas y que tengas doble dolor al sobrellevarlas!
 EDIPO: ¡Ay, amigo mío; tú eres el único compañero que me queda, puesto que consientes en ocuparte aún del ciego que soy ahora! ¡Ay!, ¡ay! Sé que estás ahí, pues, a pesar de estar sumido en las tinieblas, reconozco tu voz.
CORIFEO: ¡Oh, qué acción la tuya! ¿Cómo has tenido valor para apagar así tus ojos, y qué divinidad ha podido forzarte a ello?
 EDIPO: Apolo, amigos míos; sí, Apolo, él fue el instigador de los males y de los tormentos que padezco. Pero ninguna otra mano, ninguna otra, sino mía, ha reventado mis ojos, ¡desdichado de mí! ¿Por qué tenía yo que ver, cuando de todo lo que podía ver nada podía ya ser agradable a mi vista?

 CORIFEO: ¡Ay! Efectivamente, sería como dices.